Sinopsis

El paisaje no es una realidad inerte que podamos preservar, es la imagen de nuestra relación con el territorio. En consecuencia, hacemos paisaje modificando nuestros hábitos socioeconómicos y nuestras expectativas culturales. Al mismo tiempo, nos reconocemos a nosotros mismos en ese escenario socioeconómico. En la actualidad, la estructura económica y la superestructura cultural se solapan: por una parte, el motor de la economía es el ocio y el consumo ‘suntuario’ de experiencias e imagen prêt-à-porter; por otra, el reconocimiento cultural está ligado a la capacidad adquisitiva. El espíritu se mercantiliza y la producción se estetiza. Nunca como en el marco de la sociedad de consumo, la cultura, entendida como la capacidad para determinar los propios gustos y necesidades, había jugado un papel político tan evidente.

Vivimos una situación de crisis (sistémica) que ha puesto en evidencia los límites de los recursos energéticos y financieros para seguir manteniendo la dinámica de producción y consumo. Y, sin embargo, en el marco de una economía que no se entiende a sí misma más que como ‘ciencia del crecimiento’, no concebimos más solución que la huida hacia delante. El progreso, como cualquier dogma decadente, tienden a enrocarse: los economistas son incapaces de pensar el decrecimiento, los políticos son incapaces de pensar a largo plazo, los ciudadanos no quieren ni pensar en perder capacidad adquisitiva… Los medios se han convertido en fines y la inercia empuja el ‘fin de la Historia’ hacia la historia del fin. En este contexto, la crisis del estado del bienestar ya no tiene que ver con la caída en desgracia de los modelos socialdemócratas: hace referencia a la incapacidad del estado para controlar los estragos de los adoradores de la buena vida y a la carencia de un imaginario de la vida buena que nos sirva de indicador para valorar la orientación del progreso. Quizá el arte no pueda volver a proponer modelos (pre)definidos pero, sin duda, puede incidir en la economía de los aprecios y las apreciaciones.

¿Puede el arte coadyuvar a crear un ecosistema cultural en el que determinados hábitos insostenibles tiendan a extinguirse mientras que otros se reproduzcan con facilidad por considerarse propios de una vida realmente buena?, ¿puede el arte imaginar modelos de bienestar que generen necesidades de cumplimiento incompatible con un sistema que parece incompatible con el planeta?

19.10.08


Necesitamos horizontes. El desarrollo no puede medirse por el PIB, no sólo porque este indicador no se fija objetivos (el progreso se valoraría tautológicamente no en función del destino sino del mismo movimiento que genera) sino porque es absolutamente indiscriminado (computa como riqueza cualquier actividad que genere gasto, desde un accidente de tráfico hasta un vertido incontrolado de petróleo en las costas). Y ahí es dónde la crisis de la sociedad del bienestar adquiere su verdadera dimensión. Como decía Ortega, en lo tocante a la supervivencia humana lo lujoso es lo verdaderamente necesario. Pero no podemos tener una visión unidimensional del lujo. Como afirma Jorge Riechmann, ‘nos hacemos humanos rebasando el nivel de las necesidades básicas hacia lo lujoso, de acuerdo: pero hay que reparar en que tan lujoso –o más— resulta gozar de la ceremonia japonesa del té como desplazarse en un automóvil de lujo de tres toneladas de peso’. A este respecto sería importante preguntarse si el arte puede seguir permitiéndose el lujo de la zafiedad y sus instituciones alentando actitudes de ‘nuevo rico’. Posiblemente el arte deba alentar nuestra disposición al snobismo (una poderosa arma de transformación social), pero alterando la economía de la consideración. Por citar de nuevo a Riechmann, ‘el día / que los hoteles de lujo ofrezcan agua en botijo / en vez de embotellada en minibar / estaremos de verdad aproximándonos / a la sociedad ecológica. ¿Nos proporciona el arte imágenes de la vida buena?

18.10.08



Cuando el dogma del crecimiento se tambalea recurrimos a la providencial tecnología: como la necesidad aviva el ingenio, será el coqueteo con la catástrofe el que termine procurándonos fuentes de energía limpia renovable, sistemas para reciclar la totalidad de los residuos, máquinas no contaminantes… pero incluso la eco.eficiencia resulta peligrosa. La reducción de costes favorece la reinversión en actividades que exigen consumo de nuevos recursos, los motores eficientes fomentan el transporte, que exige infraestructuras, que consumen territorio y facilitan el comercio, que contamina y destruye las economías locales… No se trata de mejorar la seguridad de las centrales nucleares, sino de apagar la luz. No hay que inventar productos contra el colesterol, hay que dejar de comer carne roja y montar en bici. No basta con ser eco.eficientes en la producción hay que serlo en el consumo y en las formas de vida. Como nos advirtieron las feministas, hemos sido educados en una historia de fechas: la revolución de octubre, el descubrimiento de la bombilla, el desembarco de Normandía… cosas de hombres. Pero, en realidad, los hechos que de verdad modificarón nuestras vidas fueron la extensión de los contraceptivos y la revolución sexual, el acceso de la mujer al mercado de trabajo, la alteración del concepto de familia, la secularización de la vida… actuaciones espacialmente dispersas y temporalmente dilatadas a menudo protagonizados por mujeres. El arte en general y el arte del paisaje en particular también se ha obsesionado por la acción épica en el campo de batalla. Paradójicamente, mientras todas las disciplinas encontraban en el concepto del paisaje una herramienta para interpretar el territorio en términos holísticos y dispensarle un valor al margen de su precio, el arte se obsesionaba por la intervención ‘in situ’. Mientras todo el aparato económico se interesaba por el poder de la imagen y la representación, el arte se hacía activista. Incluso si seguimos convencidos de que nuestra labor no es interpretar el mundo sino cambiarlo (en un escenario marcado por el incesante cambio carente de sentido) debemos pensar que el cambio vendrá de la mano de pequeñas actuaciones micropolíticas (como acudir en bicicleta a escuchar un recital dejando a nuestros hijos cenando productos biológicos al cuidado de un cuentacuentos) vinculadas a un nuevo imaginario social.

17.10.08




No va a ser fácil. De momento, bastaría con resoplar entre tanto soplido. Hoy por hoy el crecimiento es más que un dogma económico, es la dinámica ‘natural’ de las sociedades humanas, casi un ‘a priori’ de la conciencia. De momento, bastaría con que se convirtiera en una herramienta cuya eficacia se halla en entredicho. El standstill (paralización), un concepto que evoca reminiscencias pictóricas, tiene aún una evidente dimensión utópica, pero las metas lejanas no sólo favorecen la orientación sino que ejercitan la visión a largo plazo, tan necesaria en esta civilización miope que se desorienta en cuanto piensa más allá del presente. Sin duda, todo el paisajismo romántico está imbuido de una nostalgia confesional que trata desesperadamente de encontrar dimensiones trascendentes en un mundo cada vez más inmanente, de sobrepujar los límites de nuestra conciencia mediante la visión sublime de todo aquello que escapa a lo que podemos representarnos. Pero ¿no es en el fondo nuestra ironía –que siempre se asoma al abismo del cinismo- una estratagema para ser románticos descreídos, no es la ironía una figura del lenguaje que permite afirmar lo que se está negando y así, decir lo que decir no se puede?

16.10.08



Hace pocos días, un reputado periodista, al conocer que participaríamos en la bienal nos preguntaba: ‘¿serán críticos, no?’. El primer día del taller un avezado alumno nos recomendó: ‘habrá que hacer lo que no se espere de nosotros’. Por supuesto, esto es una bienal, seremos críticos e improcedentes. Como siempre, como se espera de nosotros. La edición anterior repartió sus croquetas inaugurales frente a una obra monumental(mente cursí) que trataba de sacudir la conciencia occidental ante el drama de la emigración. Otro artista ordenó desplegar una gigantesca pancarta que rezaba ‘no tourist’ mientras declinaba visitar el resto de las sedes de la bienal –y, en consecuencia, cambiar impresiones con los nativos- para marcharse con su mujer y su hijo a conocer Lanzarote, una isla de la que le habían contado maravillas. Otro llenaba los displays de las marquesinas de las guaguas con unos carteles que parodiaban una campaña publicitaria institucional contra el despilfarro de recursos volviéndola contra la construcción del puerto de Granadilla y la escultura de Chillida en Tindaya… Habrá que ser críticos. Contra aquellos cuya codicia deteriora el paisaje, contra los que, ostentando la representación del interés colectivo estuvieron en connivencia con los primeros, contra el sistema que permite todo esto y contra sus manifestaciones culturales, contra nosotros mismos, que participamos en ellas... Pero si queremos ser realmente críticos, tendremos que ser críticos además con la propia dinámica crítica. Pretender estar en misa y replicando resulta cínico, pero es que, además, no es ese el problema. La sociedad de consumo es terriblemente seductora. Habrá que poner en evidencia las consecuencias del modelo, pero no bastará con denunciar una situación que ya nadie ignora. Habrá que generar perspectivas optimistas: no se puede vender decrecimiento sino las posibilidades que se abren para el desarrollo humano cuando adoptamos un modelo de vida más igualitario, cooperativo y responsable.

15.10.08

Cuando, hace dos siglos, la burguesía impuso su credo basado en el ahorro, la abnegación, la autorepresión, el orden y la racionalidad, el arte se propuso ‘epatarla’ apostando por el principio de placer, el deseo, la inconsciencia, la libertad y la informalidad. La burguesía ha modificado radicalmente su programa mientras que el arte sólo parece haber adaptado el suyo a las exigencias de la sociedad del espectáculo. El arte se ha especializado en desconstruir modelos, pero tiene serías dificultades para construirlos. Durante siglos se ha declarado radicalmente progresista. Del mismo modo que Marx analizó en profundidad el capitalismo pero apenas nos dijo nada de la sociedad sin clases, el arte se contó con desprenderse del lastre del pasado desde la convicción de que ello aceleraría el avance hacia un futuro indefinido que, sin duda, sería de plenitud. Por otra parte, como sigue ‘epatando’ retóricamente a un burgués pacato y puritano que hace tiempo que ya no existe, no puede concebir siquiera un programa propositivo basado en una austeridad. Demasiado pequeño burgués. El arte es un producto de lujo para la clase media alta, curiosamente la que mayor capacidad tiene para convertir su modo de vida en un modelo social de comportamiento. Pero sigue pensando que el sujeto histórico –llamado a trasformar el mundo- es el proletariado o sus reediciones: la multitud, el subalterno… Por otra parte, continúa plenamente comprometido con la novedad, la obsolescencia programada, el progreso, la transterritorialidad, la hibridación, la flexibilidad, la indisciplina, la tecnología, la información, el efecto… conceptos aparentemente críticos pero perfectamente coherentes con la hegemonía postindustrial. Las bienales son paradigmáticas en su culto a la movilidad global de productos espectaculares que alteran las ‘economías de cercanías’, son máquinas promocionales que alientan un arte de alta competición que consume los recursos del deporte de base.

14.10.08



La izquierda también confiaba en el potencial revolucionario de las aspiraciones del proletariado a un nivel de vida que le era negado. El propio Marx concebía al ser humano como un homo faber que se realizaba en el trabajo y la producción. No va a bastar con educar, un término, por otra parte, sospechoso para una generación acostumbrada a una pedagogía indolora que considera inalienable el derecho de desear lo que nos venga en gana. Habrá que seducir. No bastará con plantear antitesis, habrá que cambiar radicalmente de tema de conversación: habrá que hablar de calidad de vida y no de progreso, de renta disponible y no de trabajo, de bienestar y no de economía, de objetivos humanos y no de cifras, de satisfacción y no de rentabilidad. En fin, habrá que hablar de fines y no de medios. Y habrá que hacerlo en plena sociedad del espectáculo, en la que los medios se identifican con los fines. En plena sociedad de la imagen, en la que el discurso más sofisticado dispone de 59 segundos para convencernos. Pero, por convencidos que estemos, no comenzaremos a comportarnos de manera diferente hasta que se nos pueda reconocer por hacerlo. Todos queremos que nos quieran, nadie cambiará el BMW por la bicicleta hasta que se ligue más en bicicleta que en un BMW ¿Podría la proverbial capacidad sintética del arte coadyuvar en esta tarea?, ¿podría promover un paisaje en el que determinadas figuras resultaran reconocibles?

13.10.08



Hay que educar. No va a ser fácil. ‘Decrecimiento’ no sólo es un concepto contracorriente, es también negativo y trae constantemente a la memoria a su imagen especular positiva, mucho más sugerente. Adam Smith no sólo nos convenció de que el crecimiento era la fuente de toda riqueza, además, sentenció -y quizá esto sea lo más importante- que el estado estacionario era aburrido, más aún que la pobreza. Seguramente ni encontró palabras para tildar el decrecimiento. Sin duda, ‘estancamiento’ suena mucho menos sexy que ‘crecimiento’. El ‘estado estacionario de equilibrio dinámico’ de Herman Daly suena mejor, pero no deja de evocar tensiones poco tranquilizadoras.

Hace tiempo que disponemos de recursos suficientes como para que la re.producción deje de ser un problema, para que la economía ceda su protagonismo a otras cuestiones, lejos de la estresante vida de los objetivos comerciales. Hace tiempo que podíamos haber alcanzado la autonomía que caracterizaba al hombre público de la democracia griega, que podía dedicarse a los asuntos de la polis (en especial a sus relaciones con la naturaleza) por tener cubiertas sus necesidades esenciales. Con la ventaja de que estas no tendrían por qué hacerse recaer ahora en esclavos y mujeres, sino en una altísima productividad -que apenas debería demandarnos unas pocas horas de trabajo al día- y en un sistema de subcontratación recíproca de servicios asistenciales que redistribuyeran la renta. El resto del tiempo debería ser libre, libre también del ocio, esa industria que revierte el tiempo que libera la productividad a la maquinaria del consumo y demanda, en consecuencia, unos recursos que exigen más trabajo.

11.10.08




Hay que decrecer. Hay que dejar de producir y dejar de consumir (cosas). Pero no sabemos cómo hacerlo. Individualmente, todos sospechamos que si dejamos de producir perderemos el trabajo (y si dejamos de gastar, curiosamente, perderemos los ahorros), si nuestra empresa deja de producir perderá su posición en el mercado, si nuestro país deja de producir perderá competitividad. Nadie va a ‘decrecer’ por iniciativa propia, incluso si está internamente convencido de que debe hacerlo. La solución sería una dictadura planetaria, pero en plena crisis de la clase media y de las identidades nacionales sólo nos faltaba alentar el fantasma del mesianismo, populista o fascista. Mejor seguir soplando. Cabría confiar en la autoimposición colectiva y consensuada de limitaciones (seguramente nadie pagaría impuestos voluntariamente si no nos obligáramos institucionalmente a hacerlo), pero, hoy por hoy, ese ejercicio de ciudadanía se vería limitado al estado nación, una escala demasiado pequeña para un problema global. Los políticos lo saben. Ninguno va a incluir el sacrificio en su programa a cambio de una improbable solidaridad universal y un hipotético beneficio con una fecha de vencimiento muy posterior a la finalización de su mandato. Los políticos ya no piensan en pasar a la historia como estadistas, prefieren promover la construcción de un edificio pasado de escala. Siguen soplando. Por otra parte, no tienen ni idea de dónde queda París. Sus asesores son economistas neoclásicos (el 90% de los miembros de la comisión europea), es decir, especialistas en crecimiento persuadidos de que este es ilimitado, sostenible y deseable. El decrecimiento queda fuera de su universo conceptual. Además, la ciudadanía tampoco les va a reclamar más estrecheces. Educados como consumidores en el despilfarro, convencidos de que el abastecimiento es un derecho y el deseo casi un acto patriótico de responsabilidad con el PIB, no van a sumarse gozosos a la masa crítica contra el progreso, al menos hasta que vean un iceberg varado en sus playas. Al fin y al cabo, lo que de momento llegan a la costa son pateras provenientes de países ‘sub.desarrollados’.

10.10.08


Sigamos soplando. Es evidente que el paradigma del crecimiento basado en el tandem producción / consumo es insostenible, pero lo cierto es que no manejamos alternativas. También resumía magistralmente El Roto nuestra inquietante esperanza: ‘a ver si vuelve la cordura a los mercados y podemos seguir con la locura’. Es cierto, si, viajando de Madrid a París, nos topamos con una salida a Sevilla, no bastará con disminuir la velocidad. El problema es que, por desgracia, no tenemos ni idea de cómo se va a París. Bien, sigamos soplando, pero mientras vuelven los suministros para seguir con la locura pensemos en cómo salir de ella. No basta aminorar la velocidad, ni mucho menos tratar de hacerla sostenible. Hay que retroceder. Un ciudadano de los EE.UU. consume mil veces más y emite mil veces más CO2 que un etiope. O sancionamos esta injusticia o asumimos que la justicia social está reñida con el derecho al progreso ilimitado en un planeta limitado. El viejo slogan capitalista que culpaba al socialismo de repartir la miseria mientras él abogaba por ‘el sueño americano’ de la igualdad por arriba, ya es invendible. Pero ha sido el propio capitalismo el que nos ha enseñado que la pobreza sólo es asumible mientras se mantiene la esperanza de cambiar la situación. Y la pobreza en el capitalismo siempre es relativa. Sólo hay una forma de que todos tengamos derecho a consumir lo mismo que el norteamericano más consumista: que el norteamericano más consumista consuma cien veces menos de lo que consume en la actualidad.

Hay que decrecer. Hay que dejar de producir y dejar de consumir (cosas). Pero no sabemos cómo hacerlo. Individualmente, todos sospechamos que si dejamos de producir perderemos el trabajo (y si dejamos de gastar, curiosamente, perderemos los ahorros), si nuestra empresa deja de producir perderá su posición en el mercado, si nuestro país deja de producir perderá competitividad. Nadie va a ‘decrecer’ por iniciativa propia, incluso si está internamente convencido de que debe hacerlo. La solución sería una dictadura planetaria, pero en plena crisis de la clase media y de las identidades nacionales sólo nos faltaba alentar el fantasma del mesianismo, populista o fascista. Mejor seguir soplando. Cabría confiar en la autoimposición colectiva y consensuada de limitaciones (seguramente nadie pagaría impuestos voluntariamente si no nos obligáramos institucionalmente a hacerlo), pero, hoy por hoy, ese ejercicio de ciudadanía se vería limitado al estado nación, una escala demasiado pequeña para un problema global. Los políticos lo saben. Ninguno va a incluir el sacrificio en su programa a cambio de una improbable solidaridad universal y un hipotético beneficio con una fecha de vencimiento muy posterior a la finalización de su mandato. Los políticos ya no piensan en pasar a la historia como estadistas, prefieren promover la construcción de un edificio pasado de escala. Siguen soplando. Por otra parte, no tienen ni idea de dónde queda París. Sus asesores son economistas neoclásicos (el 90% de los miembros de la comisión europea), es decir, especialistas en crecimiento persuadidos de que este es ilimitado, sostenible y deseable. El decrecimiento queda fuera de su universo conceptual. Además, la ciudadanía tampoco les va a reclamar más estrecheces. Educados como consumidores en el despilfarro, convencidos de que el abastecimiento es un derecho y el deseo casi un acto patriótico de responsabilidad con el PIB, no van a sumarse gozosos a la masa crítica contra el progreso, al menos hasta que vean un iceberg varado en sus playas. Al fin y al cabo, lo que de momento llegan a la costa son pateras provenientes de países ‘sub.desarrollados’.

9.10.08


Estamos en crisis. Estallan las sucesivas burbujas (inmobiliarias, financieras, bursátiles…), pero nadie parece preocupado por la fuente de calor que las generó. Como decía El Roto hace pocas fechas: ‘el tinglado se desinfla, sigan soplando’. Los mandatarios de todos los países y todas las instituciones se coordinan para devolver la confianza en unos bancos que han perdido la confianza en sí mismos, básicamente, porque todos sospechan que llevan años ‘falsificando dinero’.

Sin duda, tanta ‘creatividad financiera’ es fruto de la codicia. Pero no sólo. Hace pocos días Zizek escribía: ‘para decirlo en viejos términos marxistas, la principal tarea de la ideología dominante en la crisis actual es imponer una versión que no responsabilice del colapso al sistema capitalista globalizado como tal, sino a sus distorsiones secundarias accidentales (normas legales demasiado relajadas, corrupción de las grandes instituciones financieras, etcétera)’. No nos engañemos, la crisis no es coyuntural, ni tan siquiera estructural, es sistémica. El capitalismo depende del crecimiento, alcanzados con la globalización los límites exteriores de la capacidad de expansión del sistema sólo quedaba la posibilidad de crecer hacia dentro estirando la capacidad de consumo. ¿Cómo? Haciendo más dinero y el desestimando el ahorro. No son sólo las familias (que, paradójicamente, decidieron ahorrar gastando el dinero que no tenían en un piso inflacionado) las que están hipotecadas a cuarenta años, es la economía entera la que se ha gastado las rentas que debía producir en las próximas décadas. Y, por si fuera poco, nos tenemos que quitar de encima ‘lo bailao’: los gases de efecto invernadero, los bonos tóxicos, las infraestructuras pensadas para un comercio insostenible, la inflación, las necesidades creadas y los hábitos de consumo…

Contribuyentes