Sinopsis

El paisaje no es una realidad inerte que podamos preservar, es la imagen de nuestra relación con el territorio. En consecuencia, hacemos paisaje modificando nuestros hábitos socioeconómicos y nuestras expectativas culturales. Al mismo tiempo, nos reconocemos a nosotros mismos en ese escenario socioeconómico. En la actualidad, la estructura económica y la superestructura cultural se solapan: por una parte, el motor de la economía es el ocio y el consumo ‘suntuario’ de experiencias e imagen prêt-à-porter; por otra, el reconocimiento cultural está ligado a la capacidad adquisitiva. El espíritu se mercantiliza y la producción se estetiza. Nunca como en el marco de la sociedad de consumo, la cultura, entendida como la capacidad para determinar los propios gustos y necesidades, había jugado un papel político tan evidente.

Vivimos una situación de crisis (sistémica) que ha puesto en evidencia los límites de los recursos energéticos y financieros para seguir manteniendo la dinámica de producción y consumo. Y, sin embargo, en el marco de una economía que no se entiende a sí misma más que como ‘ciencia del crecimiento’, no concebimos más solución que la huida hacia delante. El progreso, como cualquier dogma decadente, tienden a enrocarse: los economistas son incapaces de pensar el decrecimiento, los políticos son incapaces de pensar a largo plazo, los ciudadanos no quieren ni pensar en perder capacidad adquisitiva… Los medios se han convertido en fines y la inercia empuja el ‘fin de la Historia’ hacia la historia del fin. En este contexto, la crisis del estado del bienestar ya no tiene que ver con la caída en desgracia de los modelos socialdemócratas: hace referencia a la incapacidad del estado para controlar los estragos de los adoradores de la buena vida y a la carencia de un imaginario de la vida buena que nos sirva de indicador para valorar la orientación del progreso. Quizá el arte no pueda volver a proponer modelos (pre)definidos pero, sin duda, puede incidir en la economía de los aprecios y las apreciaciones.

¿Puede el arte coadyuvar a crear un ecosistema cultural en el que determinados hábitos insostenibles tiendan a extinguirse mientras que otros se reproduzcan con facilidad por considerarse propios de una vida realmente buena?, ¿puede el arte imaginar modelos de bienestar que generen necesidades de cumplimiento incompatible con un sistema que parece incompatible con el planeta?

16.10.08



Hace pocos días, un reputado periodista, al conocer que participaríamos en la bienal nos preguntaba: ‘¿serán críticos, no?’. El primer día del taller un avezado alumno nos recomendó: ‘habrá que hacer lo que no se espere de nosotros’. Por supuesto, esto es una bienal, seremos críticos e improcedentes. Como siempre, como se espera de nosotros. La edición anterior repartió sus croquetas inaugurales frente a una obra monumental(mente cursí) que trataba de sacudir la conciencia occidental ante el drama de la emigración. Otro artista ordenó desplegar una gigantesca pancarta que rezaba ‘no tourist’ mientras declinaba visitar el resto de las sedes de la bienal –y, en consecuencia, cambiar impresiones con los nativos- para marcharse con su mujer y su hijo a conocer Lanzarote, una isla de la que le habían contado maravillas. Otro llenaba los displays de las marquesinas de las guaguas con unos carteles que parodiaban una campaña publicitaria institucional contra el despilfarro de recursos volviéndola contra la construcción del puerto de Granadilla y la escultura de Chillida en Tindaya… Habrá que ser críticos. Contra aquellos cuya codicia deteriora el paisaje, contra los que, ostentando la representación del interés colectivo estuvieron en connivencia con los primeros, contra el sistema que permite todo esto y contra sus manifestaciones culturales, contra nosotros mismos, que participamos en ellas... Pero si queremos ser realmente críticos, tendremos que ser críticos además con la propia dinámica crítica. Pretender estar en misa y replicando resulta cínico, pero es que, además, no es ese el problema. La sociedad de consumo es terriblemente seductora. Habrá que poner en evidencia las consecuencias del modelo, pero no bastará con denunciar una situación que ya nadie ignora. Habrá que generar perspectivas optimistas: no se puede vender decrecimiento sino las posibilidades que se abren para el desarrollo humano cuando adoptamos un modelo de vida más igualitario, cooperativo y responsable.

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