Sinopsis

El paisaje no es una realidad inerte que podamos preservar, es la imagen de nuestra relación con el territorio. En consecuencia, hacemos paisaje modificando nuestros hábitos socioeconómicos y nuestras expectativas culturales. Al mismo tiempo, nos reconocemos a nosotros mismos en ese escenario socioeconómico. En la actualidad, la estructura económica y la superestructura cultural se solapan: por una parte, el motor de la economía es el ocio y el consumo ‘suntuario’ de experiencias e imagen prêt-à-porter; por otra, el reconocimiento cultural está ligado a la capacidad adquisitiva. El espíritu se mercantiliza y la producción se estetiza. Nunca como en el marco de la sociedad de consumo, la cultura, entendida como la capacidad para determinar los propios gustos y necesidades, había jugado un papel político tan evidente.

Vivimos una situación de crisis (sistémica) que ha puesto en evidencia los límites de los recursos energéticos y financieros para seguir manteniendo la dinámica de producción y consumo. Y, sin embargo, en el marco de una economía que no se entiende a sí misma más que como ‘ciencia del crecimiento’, no concebimos más solución que la huida hacia delante. El progreso, como cualquier dogma decadente, tienden a enrocarse: los economistas son incapaces de pensar el decrecimiento, los políticos son incapaces de pensar a largo plazo, los ciudadanos no quieren ni pensar en perder capacidad adquisitiva… Los medios se han convertido en fines y la inercia empuja el ‘fin de la Historia’ hacia la historia del fin. En este contexto, la crisis del estado del bienestar ya no tiene que ver con la caída en desgracia de los modelos socialdemócratas: hace referencia a la incapacidad del estado para controlar los estragos de los adoradores de la buena vida y a la carencia de un imaginario de la vida buena que nos sirva de indicador para valorar la orientación del progreso. Quizá el arte no pueda volver a proponer modelos (pre)definidos pero, sin duda, puede incidir en la economía de los aprecios y las apreciaciones.

¿Puede el arte coadyuvar a crear un ecosistema cultural en el que determinados hábitos insostenibles tiendan a extinguirse mientras que otros se reproduzcan con facilidad por considerarse propios de una vida realmente buena?, ¿puede el arte imaginar modelos de bienestar que generen necesidades de cumplimiento incompatible con un sistema que parece incompatible con el planeta?

18.10.08



Cuando el dogma del crecimiento se tambalea recurrimos a la providencial tecnología: como la necesidad aviva el ingenio, será el coqueteo con la catástrofe el que termine procurándonos fuentes de energía limpia renovable, sistemas para reciclar la totalidad de los residuos, máquinas no contaminantes… pero incluso la eco.eficiencia resulta peligrosa. La reducción de costes favorece la reinversión en actividades que exigen consumo de nuevos recursos, los motores eficientes fomentan el transporte, que exige infraestructuras, que consumen territorio y facilitan el comercio, que contamina y destruye las economías locales… No se trata de mejorar la seguridad de las centrales nucleares, sino de apagar la luz. No hay que inventar productos contra el colesterol, hay que dejar de comer carne roja y montar en bici. No basta con ser eco.eficientes en la producción hay que serlo en el consumo y en las formas de vida. Como nos advirtieron las feministas, hemos sido educados en una historia de fechas: la revolución de octubre, el descubrimiento de la bombilla, el desembarco de Normandía… cosas de hombres. Pero, en realidad, los hechos que de verdad modificarón nuestras vidas fueron la extensión de los contraceptivos y la revolución sexual, el acceso de la mujer al mercado de trabajo, la alteración del concepto de familia, la secularización de la vida… actuaciones espacialmente dispersas y temporalmente dilatadas a menudo protagonizados por mujeres. El arte en general y el arte del paisaje en particular también se ha obsesionado por la acción épica en el campo de batalla. Paradójicamente, mientras todas las disciplinas encontraban en el concepto del paisaje una herramienta para interpretar el territorio en términos holísticos y dispensarle un valor al margen de su precio, el arte se obsesionaba por la intervención ‘in situ’. Mientras todo el aparato económico se interesaba por el poder de la imagen y la representación, el arte se hacía activista. Incluso si seguimos convencidos de que nuestra labor no es interpretar el mundo sino cambiarlo (en un escenario marcado por el incesante cambio carente de sentido) debemos pensar que el cambio vendrá de la mano de pequeñas actuaciones micropolíticas (como acudir en bicicleta a escuchar un recital dejando a nuestros hijos cenando productos biológicos al cuidado de un cuentacuentos) vinculadas a un nuevo imaginario social.

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