Si, además, grabáramos la producción con los gastos defensivos (destinados a minimizar el impacto del desarrollo), los externalizados (los daños colaterales) y las pérdidas puestas en disvalor (lo que perdemos con lo que ganamos), nos daríamos cuenta de que nuestra riqueza nos hace cada día más pobres. Convendría corregir estos fallos del mercado cargando estos gastos a los productos que los generan.
Para evitar que eso ocurra, utilizamos indicadores como el PIB que contabilizan como riqueza cualquier gasto (ya sea el de atender a los heridos de una accidente o el de retirar el chapapote de las costas) y no cualquier valor: si le hacemos la comida a nuestro hijo y charlamos con él dando un paseo generamos menos riqueza que si le compramos una pizza y una consola.
Casi todo el programa del decrecimiento podría cumplirse reestructurando nuestro sistema si corrigiéramos los fallos del mercado, es decir, si los precios reflejaran realmente los costes.
- Probablemente, el yogur que nos comemos contiene leche de una vaca holandesa que comió soja brasileña, y, tras tratarse en Alemania, se tapo con aluminio estadounidense en un envase ‘made in china’. Para que este producto viajero, que ha consumido 15 veces más energía que la que nos aporta, salga más barato que un yogur hecho en casa en un envase reutilizable hay que descontar de su coste real el tratamiento de las enfermedades que provocó la contaminación y el recalentamiento debido a tanto desplazamiento, el del bosque que se taló para plantar la soja, el del puerto y la utopista que se tuvieron que construir para transportarlo, el del ejército que nos asegura el abastecimiento del petróleo y la definitiva pérdida de ese petróleo que se gastó en hacer un envase no biodegradable que tendremos que tratar. Si estos gastos se le imputaran al productor, él mismo descubriría el encanto de la economía de proximidad. Todo esto sin entrar en el disvalor del sabor del yogur fresco.
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