La bienal puede convertirse en un laboratorio para investigar las consecuencias de los hábitos representativos en la transformación del territorio y, a largo plazo, en un referente internacional para todos los interesados en este asunto. Su misión es detectar los problemas y derivar la mirada hacia ellos, pero no puede –ni debe pretender- resolverlos, ni siquiera suplantar el espacio político en el que deben plantearse. La resolución de problemas exige unos protocolos que prioricen acciones finalistas, el arte debe plantear los problemas en toda su complejidad y su contradicción.
Esto suena a retorno a la caduca autonomía estética o a claudicación de los compromisos críticos. Pero el interés del arte reside en su capacidad para plantear reflexiones culturalmente pertinentes, y los eventos exhibitivos deben coadyuvar a que estas reflexiones se desarrollen en toda su complejidad.
Nos hemos acostumbrado a que el arte ilustre discursos previamente definidos en términos, a menudo, maniqueos. Posiblemente la bienal no deba corroborar lo ‘déjà vu’ sino hacer ver cosas que no nos habíamos planteado, aunque no sepamos muy bien como gestionarlas. Y debería –esto es si cabe aún más difícil- articular algún mecanismo para que a ese confuso esclarecimiento pudiera llegar a la capa más ilustrada de la ciudadanía canaria en un proceso estratégico de ‘gentrification’; e incluso que cualquier visitante percibiera en un ‘flash’ la fascinante dimensionalidad del problema y entreviera que existe una plataforma donde puede integrase para ayudar a replantearlo.
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