Sinopsis

El paisaje no es una realidad inerte que podamos preservar, es la imagen de nuestra relación con el territorio. En consecuencia, hacemos paisaje modificando nuestros hábitos socioeconómicos y nuestras expectativas culturales. Al mismo tiempo, nos reconocemos a nosotros mismos en ese escenario socioeconómico. En la actualidad, la estructura económica y la superestructura cultural se solapan: por una parte, el motor de la economía es el ocio y el consumo ‘suntuario’ de experiencias e imagen prêt-à-porter; por otra, el reconocimiento cultural está ligado a la capacidad adquisitiva. El espíritu se mercantiliza y la producción se estetiza. Nunca como en el marco de la sociedad de consumo, la cultura, entendida como la capacidad para determinar los propios gustos y necesidades, había jugado un papel político tan evidente.

Vivimos una situación de crisis (sistémica) que ha puesto en evidencia los límites de los recursos energéticos y financieros para seguir manteniendo la dinámica de producción y consumo. Y, sin embargo, en el marco de una economía que no se entiende a sí misma más que como ‘ciencia del crecimiento’, no concebimos más solución que la huida hacia delante. El progreso, como cualquier dogma decadente, tienden a enrocarse: los economistas son incapaces de pensar el decrecimiento, los políticos son incapaces de pensar a largo plazo, los ciudadanos no quieren ni pensar en perder capacidad adquisitiva… Los medios se han convertido en fines y la inercia empuja el ‘fin de la Historia’ hacia la historia del fin. En este contexto, la crisis del estado del bienestar ya no tiene que ver con la caída en desgracia de los modelos socialdemócratas: hace referencia a la incapacidad del estado para controlar los estragos de los adoradores de la buena vida y a la carencia de un imaginario de la vida buena que nos sirva de indicador para valorar la orientación del progreso. Quizá el arte no pueda volver a proponer modelos (pre)definidos pero, sin duda, puede incidir en la economía de los aprecios y las apreciaciones.

¿Puede el arte coadyuvar a crear un ecosistema cultural en el que determinados hábitos insostenibles tiendan a extinguirse mientras que otros se reproduzcan con facilidad por considerarse propios de una vida realmente buena?, ¿puede el arte imaginar modelos de bienestar que generen necesidades de cumplimiento incompatible con un sistema que parece incompatible con el planeta?

10.2.09

el paisaje de la contradicción (1)

II bienal de Canarias. Arquitectura, arte y paisaje.
La bienal es el formato arquetípico que ha adquirido el arte académico en su vertiente popular y el arte de crítico en su vertiente espectacular. Frente a las Ferias, determinadas por el mercado, las bienales cuentan con curadores que aplican criterios independientes. Sin embargo, su vertiginosa proliferación e institucionalización ha determinado que estos comisarios hayan cambiado los criterios, difíciles de asentar a ritmo bienal, por la agenda, fácil de engordar en las propias bienales. Las bienales exponen obras cuyo principal mérito es haber sido expuestas en bienales, a un ritmo que dificulta la posibilidad de pensar su pertinencia. Dado que las bienales son las ferias de los territorios que no tienen mercado, importan presencia cultural en forma de obras cuya radicalidad formal responde a un canon preestablecido y cuya radicalidad intelectual resulta políticamente correcta y, por lo tanto, previsible. Por eso sirven para maquillar las gestiones políticas con un barniz de compromiso retórico. Como cualquier otro evento de la festivalización de la cultura, pasan por el territorio como los americanos de Bienvenido Mr. Marshall, no sin antes pregonar la importancia de la acción enraizada en lo local. No obstante, favorecen la visibilidad de los artistas locales, y son, por lo tanto, una oportunidad para que la creación en Canarias salga del ostracismo al que parece condenada. La gran duda es hasta qué punto se puede lograr este objetivo sin necesidad de plegarse a la lógica perversa de estas franquicias del arte metropolitano, que condena a las provincias a seguir siendo provincias, es decir, a contar con artistas exiliados que marquen exteriormente el nivel del desierto cultural interior.

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