Sinopsis

El paisaje no es una realidad inerte que podamos preservar, es la imagen de nuestra relación con el territorio. En consecuencia, hacemos paisaje modificando nuestros hábitos socioeconómicos y nuestras expectativas culturales. Al mismo tiempo, nos reconocemos a nosotros mismos en ese escenario socioeconómico. En la actualidad, la estructura económica y la superestructura cultural se solapan: por una parte, el motor de la economía es el ocio y el consumo ‘suntuario’ de experiencias e imagen prêt-à-porter; por otra, el reconocimiento cultural está ligado a la capacidad adquisitiva. El espíritu se mercantiliza y la producción se estetiza. Nunca como en el marco de la sociedad de consumo, la cultura, entendida como la capacidad para determinar los propios gustos y necesidades, había jugado un papel político tan evidente.

Vivimos una situación de crisis (sistémica) que ha puesto en evidencia los límites de los recursos energéticos y financieros para seguir manteniendo la dinámica de producción y consumo. Y, sin embargo, en el marco de una economía que no se entiende a sí misma más que como ‘ciencia del crecimiento’, no concebimos más solución que la huida hacia delante. El progreso, como cualquier dogma decadente, tienden a enrocarse: los economistas son incapaces de pensar el decrecimiento, los políticos son incapaces de pensar a largo plazo, los ciudadanos no quieren ni pensar en perder capacidad adquisitiva… Los medios se han convertido en fines y la inercia empuja el ‘fin de la Historia’ hacia la historia del fin. En este contexto, la crisis del estado del bienestar ya no tiene que ver con la caída en desgracia de los modelos socialdemócratas: hace referencia a la incapacidad del estado para controlar los estragos de los adoradores de la buena vida y a la carencia de un imaginario de la vida buena que nos sirva de indicador para valorar la orientación del progreso. Quizá el arte no pueda volver a proponer modelos (pre)definidos pero, sin duda, puede incidir en la economía de los aprecios y las apreciaciones.

¿Puede el arte coadyuvar a crear un ecosistema cultural en el que determinados hábitos insostenibles tiendan a extinguirse mientras que otros se reproduzcan con facilidad por considerarse propios de una vida realmente buena?, ¿puede el arte imaginar modelos de bienestar que generen necesidades de cumplimiento incompatible con un sistema que parece incompatible con el planeta?

10.3.09

Los niños toman la calle

La mañana del domingo se consagró a los más jóvenes. Un grupo de estudiantes de Bellas Artes estuvo enseñando a los niños, en la plaza anexa a la sala, los juegos que sus padres solían practicar en las calles.‘Time out’ reflexiona sobre el modo en que nuestros hábitos y formas de vida modelan el paisaje. En ese sentido, sin duda una de las características más distintivas del paisaje de nuestra época es que la calle ha dejado de ser un lugar de encuentro espontáneo para convertirse en una infraestructura para el soporte de actividades comerciales de toda índole. Diversas circunstancias, desde la proliferación del tráfico rodado hasta el miedo inducido por la seguridad de los menores, pasando por la mercantilización de las ‘actividades extraescolares’, han determinado que los niños hayan dejado de ser habituales en nuestro paisaje urbano. Sorprende ver el día de reyes las plazas de nuestras ciudades vacías de niños que, presumiblemente, juegan en casa con sus nuevas consolas de videojuegos. El taller de juegos en la calle, una de las muchas actividades que forman parte de ‘Laboratorio del bienestar’ trata de recuperar para las nuevas generaciones aquellos juegos en peligro de extinción desvinculados del gasto y que no consumían más materia que el espacio ni más energía que las de los propios niños. Una de las energías más renovables y sostenibles. Quizá la extensión de este tipo de juegos casi olvidados (el elástico, el teje, el pañuelo, la comba, etc.) ayude a recuperar el sentido del espacio público, a combatir la obesidad infantil o a rejuvenecer y alegrar nuestro paisaje social y urbano. Cuando la lluvia comenzó, niños se adueñaron del espacio expositivo que algunas horas antes fuera el escenario del concierto de inauguración de la bienal y lo convirtieron en espacio de juegos. Saltaron por las esculturas y sus balonazos las desposeyeron de cualquier rastro de aura. No diremos que los niños se acercaron al arte de otra forma que no fuera la literal, aunque sí comprendieron que su manera de divertirse influía y se veía influida por el diseño del espacio social. Sus padres, sin embargo, si se interesaron por el proyecto y departieron con los artistas sobre su contenido. Una vez más quedó patente que la voluntad de hacer unas obras que no respondan a las expectativas del espectador le obligan a alterar su disposición a la observación pasiva. Pero también que la participación necesita arbitrar dispositivos para que se produzcan encuentros en unas circunstancias que faciliten no ya el conocimiento del proyecto sino su activación. El padre de uno de los niños participante, biólogo de profesión, estuvo haciendo indicaciones sobre el tipo de cuidados que necesitarán las Eisenia Foétida (lombriz roja de California) para realizar su trabajo en la compostadora y estuvo buscando (por fortuna infructuosamente) en el jardín y entre los rollos de césped sobrantes una especie de culebra invasora que se había introducido en Canarias a través de los tepes.

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