Sinopsis

El paisaje no es una realidad inerte que podamos preservar, es la imagen de nuestra relación con el territorio. En consecuencia, hacemos paisaje modificando nuestros hábitos socioeconómicos y nuestras expectativas culturales. Al mismo tiempo, nos reconocemos a nosotros mismos en ese escenario socioeconómico. En la actualidad, la estructura económica y la superestructura cultural se solapan: por una parte, el motor de la economía es el ocio y el consumo ‘suntuario’ de experiencias e imagen prêt-à-porter; por otra, el reconocimiento cultural está ligado a la capacidad adquisitiva. El espíritu se mercantiliza y la producción se estetiza. Nunca como en el marco de la sociedad de consumo, la cultura, entendida como la capacidad para determinar los propios gustos y necesidades, había jugado un papel político tan evidente.

Vivimos una situación de crisis (sistémica) que ha puesto en evidencia los límites de los recursos energéticos y financieros para seguir manteniendo la dinámica de producción y consumo. Y, sin embargo, en el marco de una economía que no se entiende a sí misma más que como ‘ciencia del crecimiento’, no concebimos más solución que la huida hacia delante. El progreso, como cualquier dogma decadente, tienden a enrocarse: los economistas son incapaces de pensar el decrecimiento, los políticos son incapaces de pensar a largo plazo, los ciudadanos no quieren ni pensar en perder capacidad adquisitiva… Los medios se han convertido en fines y la inercia empuja el ‘fin de la Historia’ hacia la historia del fin. En este contexto, la crisis del estado del bienestar ya no tiene que ver con la caída en desgracia de los modelos socialdemócratas: hace referencia a la incapacidad del estado para controlar los estragos de los adoradores de la buena vida y a la carencia de un imaginario de la vida buena que nos sirva de indicador para valorar la orientación del progreso. Quizá el arte no pueda volver a proponer modelos (pre)definidos pero, sin duda, puede incidir en la economía de los aprecios y las apreciaciones.

¿Puede el arte coadyuvar a crear un ecosistema cultural en el que determinados hábitos insostenibles tiendan a extinguirse mientras que otros se reproduzcan con facilidad por considerarse propios de una vida realmente buena?, ¿puede el arte imaginar modelos de bienestar que generen necesidades de cumplimiento incompatible con un sistema que parece incompatible con el planeta?

14.10.08



La izquierda también confiaba en el potencial revolucionario de las aspiraciones del proletariado a un nivel de vida que le era negado. El propio Marx concebía al ser humano como un homo faber que se realizaba en el trabajo y la producción. No va a bastar con educar, un término, por otra parte, sospechoso para una generación acostumbrada a una pedagogía indolora que considera inalienable el derecho de desear lo que nos venga en gana. Habrá que seducir. No bastará con plantear antitesis, habrá que cambiar radicalmente de tema de conversación: habrá que hablar de calidad de vida y no de progreso, de renta disponible y no de trabajo, de bienestar y no de economía, de objetivos humanos y no de cifras, de satisfacción y no de rentabilidad. En fin, habrá que hablar de fines y no de medios. Y habrá que hacerlo en plena sociedad del espectáculo, en la que los medios se identifican con los fines. En plena sociedad de la imagen, en la que el discurso más sofisticado dispone de 59 segundos para convencernos. Pero, por convencidos que estemos, no comenzaremos a comportarnos de manera diferente hasta que se nos pueda reconocer por hacerlo. Todos queremos que nos quieran, nadie cambiará el BMW por la bicicleta hasta que se ligue más en bicicleta que en un BMW ¿Podría la proverbial capacidad sintética del arte coadyuvar en esta tarea?, ¿podría promover un paisaje en el que determinadas figuras resultaran reconocibles?

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