Sigamos soplando. Es evidente que el paradigma del crecimiento basado en el tandem producción / consumo es insostenible, pero lo cierto es que no manejamos alternativas. También resumía magistralmente El Roto nuestra inquietante esperanza: ‘a ver si vuelve la cordura a los mercados y podemos seguir con la locura’. Es cierto, si, viajando de Madrid a París, nos topamos con una salida a Sevilla, no bastará con disminuir la velocidad. El problema es que, por desgracia, no tenemos ni idea de cómo se va a París. Bien, sigamos soplando, pero mientras vuelven los suministros para seguir con la locura pensemos en cómo salir de ella. No basta aminorar la velocidad, ni mucho menos tratar de hacerla sostenible. Hay que retroceder. Un ciudadano de los EE.UU. consume mil veces más y emite mil veces más CO2 que un etiope. O sancionamos esta injusticia o asumimos que la justicia social está reñida con el derecho al progreso ilimitado en un planeta limitado. El viejo slogan capitalista que culpaba al socialismo de repartir la miseria mientras él abogaba por ‘el sueño americano’ de la igualdad por arriba, ya es invendible. Pero ha sido el propio capitalismo el que nos ha enseñado que la pobreza sólo es asumible mientras se mantiene la esperanza de cambiar la situación. Y la pobreza en el capitalismo siempre es relativa. Sólo hay una forma de que todos tengamos derecho a consumir lo mismo que el norteamericano más consumista: que el norteamericano más consumista consuma cien veces menos de lo que consume en la actualidad.
Hay que decrecer. Hay que dejar de producir y dejar de consumir (cosas). Pero no sabemos cómo hacerlo. Individualmente, todos sospechamos que si dejamos de producir perderemos el trabajo (y si dejamos de gastar, curiosamente, perderemos los ahorros), si nuestra empresa deja de producir perderá su posición en el mercado, si nuestro país deja de producir perderá competitividad. Nadie va a ‘decrecer’ por iniciativa propia, incluso si está internamente convencido de que debe hacerlo. La solución sería una dictadura planetaria, pero en plena crisis de la clase media y de las identidades nacionales sólo nos faltaba alentar el fantasma del mesianismo, populista o fascista. Mejor seguir soplando. Cabría confiar en la autoimposición colectiva y consensuada de limitaciones (seguramente nadie pagaría impuestos voluntariamente si no nos obligáramos institucionalmente a hacerlo), pero, hoy por hoy, ese ejercicio de ciudadanía se vería limitado al estado nación, una escala demasiado pequeña para un problema global. Los políticos lo saben. Ninguno va a incluir el sacrificio en su programa a cambio de una improbable solidaridad universal y un hipotético beneficio con una fecha de vencimiento muy posterior a la finalización de su mandato. Los políticos ya no piensan en pasar a la historia como estadistas, prefieren promover la construcción de un edificio pasado de escala. Siguen soplando. Por otra parte, no tienen ni idea de dónde queda París. Sus asesores son economistas neoclásicos (el 90% de los miembros de la comisión europea), es decir, especialistas en crecimiento persuadidos de que este es ilimitado, sostenible y deseable. El decrecimiento queda fuera de su universo conceptual. Además, la ciudadanía tampoco les va a reclamar más estrecheces. Educados como consumidores en el despilfarro, convencidos de que el abastecimiento es un derecho y el deseo casi un acto patriótico de responsabilidad con el PIB, no van a sumarse gozosos a la masa crítica contra el progreso, al menos hasta que vean un iceberg varado en sus playas. Al fin y al cabo, lo que de momento llegan a la costa son pateras provenientes de países ‘sub.desarrollados’.
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