II Bienal de Canarias. Arquitetura, arte
y paisaje.
La bienal debe asumir el papel crítico que se le exige desde dentro y desde fuera, pero no puede estetizar con ánimo promocional el problema del territorio (poner los fines al servicio de los medios) ni desvirtuar el arte (poner los medios al servicio de los fines). La crítica en el arte se canaliza a través de los medios de representación. Si el arte goza (aún) de ese prestigioso espacio ‘de acogida’ es precisamente porque no trata sobre la realidad sino sobre su representación: se acerca a las cosas de forma oblicua, a través del modo en que las miramos y, por lo tanto, de forma dilatada. Este retardo es esencial no sólo para la supervivencia del arte sino para la supervivencia de la actividad reflexiva que le da sentido.
Esto no es marear la perdiz sino coger el toro por los cuernos: vivimos en una situación menos ‘disyuntiva’ que ‘conjuntiva’, hoy están más unidas que nunca la superestructura y la infraestructura (el motor económico es la industria del ocio y la cultura y el reconocimiento social está ligado a la capacidad adquisitiva): modelo económico (y, por lo tanto, modelo de ocupación del territorio) y representación social están íntimamente vinculados.
Los modos de concebir el ocio y el tiempo libre, el uso de los espacios de socialización, los modos de vernos y hacernos ver en el paisaje social, las relaciones estéticas entre el fondo y la figura, determinan radicalmente la configuración del territorio (los modos de movernos y habitar -los coches y los chalets-, la comercialización de la calle y las relaciones sociales, la prisa, la ‘tematización’ de los viajes…). Estos asuntos pertenecen al imaginario social y son materia artística, pero el arte debe mantener ese protocolo dilatorio que pone en evidencia los modos de ver y dejarse ver. Por otra parte, cuando estos asuntos se abordan desde una posición estratégica y promocional y en un marco tan imbricado en la ‘industria del espectáculo’ como una bienal, pierden mucha de su legitimidad en un momento en que el contenido de la obra de arte guarda menos relación con su sintaxis interna que con su motivación pragmática.
Esta profunda imbricación entre representación, economía, territorio y paisaje social (que vincula la falta de valores con la obsesión por el dinero, el afán consumista, la corrupción, la prevaricación, la realidad laboral, la articulación social y territorial, la emigración, la ansiedad, la fascinación por el éxito, el espectáculo, los recursos, el cambio climático…), en un momento en el que el arte reconoce para sí una responsabilidad abiertamente política y en un período de crisis del gobierno que promueve la bienal, convierte su desarrollo en un asunto de enorme complejidad que requiere un alto grado de autonomía, no sólo con respecto al poder político sino al mediático e incluso respecto a las propias inercias personales. Tan reprochable es desentenderse de estos asuntos como estetizarlos o convertirlos en vehículos de promoción o de revancha personal. La vocación de acogida del arte le obliga a abordar problemas que exceden su capacidad de análisis. Demasiado a menudo, el modo de ocultar esta incompetencia es ‘estetizar’ el problema.